Las distintas culturas han ido cambiando sus formas de marcar el paso del tiempo. Domesticar ese paso es uno de los referentes ontológicos que se repite en la humanidad. El tiempo, que se ha definido de diferentes formas en diferentes épocas, se ha logrado acomodar según criterios a unas exigencias u otras, siempre mediatizado por las formas de ser observado. En los periodos en los que lo visual ha predominado sobre otras formas de pensamiento (oral, táctil, etc.) la forma de medir el tiempo (véase esta misma expresión) se ha convertido en espacial: el calendario es una de las formas de hacer espacio con el tiempo, de hacer visible y palpable una cosa que de otra forma se percibe de otra manera. No es lo mismo que para medir el tiempo usemos una clepsidra, un reloj de arena, un gnomon o un reloj de sol. El tiempo que “desprenden”, no es percibido de la misma manera:
“Ninguno de estos movimientos es circular, como sí lo son las revoluciones cósmicas. Son movimientos que van fluyendo, escurriéndose, deslizándose, y que por su sentido son rectos. De ahí que, para ser medidos necesiten, no de la esfera, sino de la escala graduada.”
“A esa diferencia corresponden dos concepciones del tiempo, la una lineal, y la otra, cíclica. Esas dos concepciones apuntan ya en el lenguaje. Quien dice que el tiempo camina, fluye, se escurre, se desliza, está refiriéndose a un tiempo diferente que quien utiliza expresiones en las que el tiempo aparece como una rueda y habla de posciclos del tiempo y de su retorno periódico.(…) Ambas cualidades son inmanentes al tiempo, pero es muy diferente que percibamos la una o la otra, (…).[1]
En el caso del reloj de arena, es un tiempo que avanza, que corre en una dirección como en los casos del reloj de agua o el de aceite, mientras que, en los relojes que dependen del sol el tiempo recorre círculos, retorna día a día.
“El tiempo que retorna y el tiempo que progresa hablan a dos estados de ánimo fundamentales del ser humano, a saber: al recuerdo y a la esperanza, que son los dos constructores del palacio que el hombre habita. En el recuerdo y en la esperanza reencuentran el padre y el hijo, el espíritu conservador y el espíritu de cambio.”
“Mientras que el retorno es algo que viene determinado por poderes extraterrenales, la esperanza forma parte, con el suicidio y las lágrimas, de los signos distintivos propiamente humanos. (…)”
“La esperanza es algo humano-terrenal, es un signo de imperfección. (…) Lo que hoy nosotros llamamos progreso es esperanza secularizada: la meta es terrenal y se halla claramente circunscrita al tiempo.”[2]
En las sociedades antiguas el control del tiempo era una importante tarea de los sacerdotes, que incluso en Egipto llegaban a hacer firmar un documento al faraón para que no se entrometería en su labor de realizar un calendario:
“En Atenas, había un sacerdote-funcionario, el hieromnemones, miembro elegido del supremo gremio gobernante, a quien, cada año, se confiaba la redacción de un nuevo calendario.”[3]
La forma física que adopta un reloj influye ineluctablemente en la concepción que se tiene del tiempo, ya que lo que hace un reloj es transformar en físico lo que no es tangible; transformar en espacio lo que no es espacio, pero que refiriéndolo de esa forma nos da una forma de aprehenderlo y de esa forma utilizarlo. Como cualquier clasificación, clasificar el tiempo también es una forma de poder que se ejerce sobre él. Es el mismo sistema que utilizan los calendarios: dar una forma al tiempo.
En Grecia se usaron diferentes tipos de relojes a lo largo de la historia, el primer reloj por influencia egipcia fue sin duda el gnomon y tal vez cualquiera que dependiese del sol.
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