viernes, 30 de diciembre de 2011

Sauce ciego, mujer dormida


Izumi era diez años menor que yo. Nos conocimos en una reunión de trabajo. Desde el primer instante quedamos prendados el uno del otro. En esta vida pasa a veces, aunque muy pocas. Nos vimos en tres o cuatro ocasiones, siempre por cuestiones laborales. Yo fui a su empresa, ella vino a la mía. Por más que diga que nos vimos, nunca fue por mucho tiempo, tampoco estuvimos nunca a solas. Ni tocamos ningún tema personal. Pero, cuando terminó el trabajo, me embargó una profunda tristeza. Me sentí como si me hubieran arrebatado de forma injusta algo que me era imprescindible. Era un sentimiento que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Posiblemente a Izumi le ocurriera lo mismo. Una semana después, ella me llamó a la empresa por un asunto laboral sin importancia. Charlamos un rato. Yo bromeé y ella se rió. Y la invité a tomar una copa. Fuimos a un pequeño bar y charlamos mientras tomábamos algo. Casi no recuerdo de qué hablamos en aquella ocasión. Pero los temas de conversación fueron surgiendo, uno tras otro, con una facilidad asombrosa. Cualquier tema nos parecía interesante, hubiéramos podido seguir conversando hasta la eternidad. Yo entendía con una claridad meridiana lo que ella quería decirme y, aquello que yo nunca había logrado explicar bien a los demás, a ella se lo podía transmitir con una precisión pasmosa. Ambos estábamos casados, ninguno de los dos nos sentíamos especialmente insatisfechos con nuestra vida matrimonial. Ambos queríamos a nuestros cónyuges y los respetábamos. Sé por experiencia que, en la vida, sólo en contadísimas ocasiones encontramos a alguien a quien podamos transmitir nuestro estado de ánimo con exactitud, alguien con quien podamos comunicarnos a la perfección. Es casi un milagro, o una suerte inesperada, hallar a esa persona. Seguro que muchos mueren sin haberla encontrado jamás. Y, probablemente, no tenga relación alguna con lo que se suele entender por amor. Yo diría que se trata, más bien, de un estado de entendimiento mutuo cercano a la empatía. 
Luego, Izumi y yo volvimos a vernos, tomamos una copa, hablamos. Su marido solía regresar tarde a casa por cuestiones de trabajo, así que ella podía disponer de su tiempo con una relativa libertad. Cuando hablábamos, las horas se 
nos pasaban en un santiamén. A menudo, al mirar el reloj, nos dábamos cuenta con sobresalto de que se acercaba la hora del último tren. Siempre me costaba dejarla. Hubiese querido hablar más, y a ella le sucedía lo mismo. 
Después nos acostamos. Sucedió con la mayor naturalidad del mundo, sin que ninguno de los dos lo propusiera. Tanto para ella como para mí era la primera relación sexual que manteníamos fuera del matrimonio. Pero no nos sentimos culpables por ello. Porque necesitábamos hacerlo. Desnudarla, acariciarla, abrazarla, penetrar en ella y eyacular era una parte más de nuestras conversaciones. Era tan natural que, si bien no tuvimos sentimiento de culpabilidad, tampoco nos produjo un placer carnal de aquellos que desgarran el corazón. Era un acto tranquilo, agradable y sencillo. Lo más maravilloso eran las conversaciones que manteníamos apaciblemente en la cama después de hacer el amor. Eran unos momentos inapreciables. Entre las sábanas, abrazaba su cuerpo desnudo, ella se acurrucaba entre mis brazos y, en una voz tan queda que sólo nosotros podíamos oír, hablábamos de cosas que únicamente nosotros entendíamos. 

jueves, 29 de diciembre de 2011

La caza del carnero salvaje



Ella tenía veintiún años, un bonito cuerpo, esbeltísimo, y un par de 
orejas tan admirablemente formadas que resultaban encantadoras. Trabajaba a ratos como correctora de pruebas de imprenta, al servicio de una pequeña editorial; también como modelo de publicidad, especializada en anuncios en que intervinieran orejas, y, por último, como «acompañante» al servicio de una agencia muy discreta que proporcionaba compañía, previo encargo por teléfono, a caballeros distinguidos. Cuál de esos tres oficios constituía su ocupación principal, era un problema para mí irresoluble. Tampoco ella lo tenía claro.
Sin embargo, considerando el asunto desde el punto de vista de cuál de
aquellos oficios reflejaba mejor su personalidad, todo apuntaba a su trabajo como modelo publicitaria especializada en orejas. Ésa era mi impresión, y, lo que es más importante, también ella lo creía así. Sin embargo, el abanico de posibilidades que se ofrece a una modelo publicitaria de orejas es muy reducido, y tanto su posición en el escalafón de las modelos como sus emolumentos eran terriblemente bajos. En general, los agentes de publicidad, fotógrafos, maquilladores, periodistas, etcétera, la trataban como una simple poseedora de orejas. En consecuencia, el resto de su cuerpo, así como su espíritu, eran olímpicamente ignorados; se diría que era víctima de una conspiración de silencio.

—No importa, porque todo eso nada tiene que ver con mi verdadera personalidad —decía ella—. Mis orejas son mi yo, y yo soy mis orejas. En sus facetas de correctora de pruebas de imprenta y de chica acompañante de caballeros opulentos nunca consentía, aunque fuese por un instante, en enseñar sus orejas a nadie.
—¡Ni pensarlo!: es que entonces yo no soy yo —afirmaba a modo de explicación.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Kafka en la orilla.


Aparte de mi trato con los monitores del gimnasio y con la asistenta que venía a casa cada dos días, y dejando de lado las cuatro palabras indispensables que intercambiaba en la escuela, yo apenas hablaba con la gente. A mi padre hacía ya mucho tiempo que lo evitaba. A pesar de vivir en la misma casa, nuestros horarios eran completamente diferentes y, además, mi padre se pasaba el día encerrado en su taller, en un lugar separado. Y no hace falta decir que yo tenía siempre la precaución de no coincidir con él.
Yo iba a una escuela privada adonde, por lo general, acudían hijos de familias de la clase alta o, como mínimo, adineradas. A no ser que lo hicieras muy mal, podías pasar directamente al bachillerato. Todos tenían una bonita dentadura, la ropa limpia, la conversación aburrida. Yo, por supuesto, no gozaba de grandes simpatías. Había levantado un alto muro a mí alrededor y hacía lo imposible para que nadie se metiera dentro y para no tener que dar yo un paso fuera de él. Y este tipo de personas no suele gustar a nadie. Frente a mí, todos guardaban una distancia prudencial, jamás bajaban la guardia. Tal vez me detestasen y, en algunas ocasiones, me temieran. Pero era de agradecer que no me hicieran caso. Solo, tenía un montón de cosas que hacer. En las horas libres me iba a la biblioteca y devoraba un libro tras otro. 
Con todo, prestaba una gran atención a las clases. Era algo que el joven llamado Cuervo me había aconsejado encarecidamente que hiciera.
Los conocimientos o habilidades que te enseñan en las clases de secundaria no se puede decir que tengan una gran utilidad en la vida diaria, eso seguro. Y los profesores son en su gran mayoría un hatajo de estúpidos. No me cabe la menor duda. Pero ¿sabes? Tú vas a irte de casa. Por lo tanto, en el futuro quizá no vuelvas a tener la oportunidad de pisar la escuela, así que, mientras puedas, es mejor que te metas en la cabeza todo lo que te enseñen, te guste o no. Tienes que ser como un papel secante y absorberlo todo. Qué debes guardar y qué debes tirar, eso ya lo decidirás más adelante.

martes, 27 de diciembre de 2011

Al sur de la frontera al oeste del Sol.





En casa no teníamos ni tocadiscos ni discos. Mis padres no eran del tipo de personas al que le entusiasmase escuchar música. Así que yo siempre estaba en mi habitación pegado a una pequeña radio AM de plástico escuchando música. Rock and roll y cosas así. Sin embargo, no tardó en gustarme también la música clásica ligera que oía en casa de Shimamoto. Aquellas melodías me hablaban de «otro mundo», y lo que me atraía de aquel «otro mundo» era, quizá, que Shimamoto pertenecía a él. Así, dos veces por semana, nos sentábamos en el
sofá y, mientras saboreábamos el té que nos había traído su madre, pasábamos la tarde escuchando las oberturas de Rossini, la Pastoral de Beethoven y Peer Gynt. Su madre siempre me acogía complacida. Se alegraba de que, después de cambiar de escuela, su hija hubiera hecho amigos tan pronto. Yo era, además, un niño muy formal e iba siempre correctamente vestido: eso debía de agradarle. No obstante, a decir verdad, ella a mí no me gustaba demasiado. No es que hubiera una razón concreta. Siempre era amable conmigo. Pero en su manera de hablar percibía una ligera irritación que me inquietaba.
De toda la colección de discos, mi preferido era el de los conciertos de piano de Liszt. El primero en una cara, el segundo en la otra. Las razones por las que me gustaba eran dos: que la funda del disco era preciosa; y que no conocía a nadie —exceptuando, por supuesto, a Shimamoto— que hubiera escuchado esos conciertos. Esto me producía una auténtica emoción. Yo conocía un mundo que los demás ignoraban. Sólo a mí me estaba permitido el acceso a un jardín secreto. Para mí, escuchar a Liszt representaba acceder a un plano superior de la existencia humana. Además era una música muy bella. Al principio, la encontraba exagerada, artificiosa y me sonaba un poco inconexa.
Pero conforme la iba escuchando empezó a adquirir cohesión dentro de mi conciencia, al igual que va definiéndose poco a poco una imagen borrosa. Cuando escuchaba concentrado y con los ojos cerrados, podía ver cómo, del eco de esa música, nacían diversas espirales. Surgía una espiral y, de esa espiral, surgía otra distinta. Y la segunda espiral se entrelazaba con una tercera. Y esas espirales, vistas por supuesto con los ojos del presente, poseían una cualidad conceptual y abstracta. Lo que yo deseaba, más que nada en el mundo, era poder hablarle a Shimamoto de la existencia de esas espirales. Pero no era algo que pudiera contarse a otra persona con las palabras que yo usaba por entonces.
Para expresarme con propiedad hubiera necesitado un lenguaje muy distinto, desconocido. Y ni siquiera sabía si lo que sentía era digno de ser expresado con palabras.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Tokio Blues.


La memoria es algo extraño. Mientras estuve allí, apenas presté atención al paisaje. No me pareció que tuviera nada de particular y jamás hubiera sospechado que, dieciocho años después, me acordaría de él hasta en sus pequeños detalles. A decir verdad, en aquella época a mí me importaba muy poco el paisaje. Pensaba en mí, pensaba en la hermosa mujer que caminaba a mi lado, pensaba en ella y en mí, y luego volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en que, mirara lo que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo que pensase, al final, como un bumerán, todo volvía al mismo punto de partida: yo. Además, estaba enamorado, y aquel amor me había conducido a una situación extremadamente complicada. No, no estaba en disposición de admirar el paisaje que me rodeaba.
Sin embargo, ahora la primera imagen que se perfila en mi memoria es la de aquel prado. El olor de la hierba, el viento gélido, las crestas de las montañas, el ladrido de un perro. Esto es lo primero que recuerdo. Con tanta nitidez que tengo la impresión de que, si alargara la mano, podría ubicarlos, uno tras otro, con la punta del dedo. Pero este paisaje está desierto. No hay nadie. No está Naoko, ni estoy yo. «¿Adonde hemos ido?», pienso. «¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? Todo lo que parecía tener más valor —ella, mi yo de entonces, nuestro mundo— ¿adonde ha ido a parar?». Lo cierto es que ya no recuerdo el rostro de Naoko. Conservo un decorado sin personajes.
Aunque, si me tomo el tiempo suficiente, puedo revivir su imagen. Sus manos pequeñas y frías, su pelo liso, tan bonito y agradable al tacto; los lóbulos de sus orejas, suaves y carnosos, y el lunar que tenía debajo; el elegante abrigo de piel de camello que solía llevar en invierno; su costumbre de mirar fijamente a los ojos cuando hacía una pregunta; el ligero temblor que, por una u otra razón, vibraba en su voz (como si estuviera hablando en lo alto de una colina barrida por un fuerte viento). Al sobreponer estas imágenes, su rostro emerge de repente. Primero se dibuja su perfil. Tal vez porque Naoko y yo solíamos andar el uno al lado del otro. Por eso el perfil es lo que primero emerge en mi recuerdo. Después ella se vuelve hacia mí, me sonríe, ladea la cabeza, me habla y me mira fijamente a los ojos. Tal vez esperaba ver en ellos el rastro de un pececillo que cruzaba, veloz como una centella, el fondo de un manantial de aguas cristalinas.
Me lleva tiempo evocar su rostro. Y conforme vayan pasando los años, más tiempo me llevará. Es triste, pero cierto. Al principio era capaz de recordarla en cinco segundos, luego éstos se convirtieron en diez, en treinta segundos, en un minuto. El tiempo fue alargándose paulatinamente, igual que las sombras en el crepúsculo. Puede que pronto su rostro desaparezca absorbido por las tinieblas de la noche. Sí, es cierto. Mi memoria se está distanciando del lugar donde se hallaba Naoko. De la misma forma que se está distanciando del lugar donde estaba mi yo de entonces. Sólo el paisaje, aquella imagen del prado en octubre, vuelve una y otra vez a mi mente como la escena simbólica de una película. Aquel paisaje sigue sacudiendo, pertinaz, una parte de mi cabeza. «¡Vamos! ¡Arriba! ¡Aún estoy aquí! ¡Arriba! ¡Levántate y comprende! ¿Cuál es la razón de que todavía esté aquí?» No siento dolor. Únicamente el sonido hueco que acompaña cada patada. Pero también este eco se apagará algún día. Como se ha ido borrando, inexorablemente, lo demás. Con todo, a bordo de aquel avión en el aeropuerto de Hamburgo, la sacudida fue más fuerte, más prolongada que de costumbre.
«¡Arriba! ¡Comprende!», decía. Por eso ahora estoy escribiendo. Soy de ese tipo de personas que no acaba de comprender las cosas hasta que las pone por escrito.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Sobre la voluntad en la naturaleza Arthur Schopenhauer


El rasgo fundamental de mi doctrina, lo que la coloca en contraposición con todas las que han existido, es la total separación que establece entre la voluntad y la inteligencia, entidades que han considerado los filósofos, todos mis predecesores, como inseparables y hasta como condicionada la voluntad por el conocimiento, que es para ellos el fondo de nuestro ser espiritual, y cual una mera función, por lo tanto, la voluntad del conocimiento. Esta separación, esta disociación del yo o del alma, tanto tiempo indivisible, en dos elementos heterogéneos, es para la filosofía lo que el análisis del agua ha sido para la química, si bien este análisis fue reconocido al cabo. En mi doctrina, lo eterno e indestructible en el hombre, lo que forma en él el principio de vida, no es el alma, sino que es, sirviéndonos de una expresión química, el radical del alma, la voluntad. La llamada alma, es ya compuesta; es la combinación de la voluntad con el nouz, el intelecto. Este intelecto es lo secundario, el posterius del organismo, por éste condicionado, como función que es del cerebro. La voluntad, por el contrario, es lo primario, el prius del organismo, aquello por lo que éste se condiciona. Puesto que la voluntad es aquella esencia en sí, que se manifiesta primeramente en la representación (mera función cerebral ésta), cual un cuerpo orgánico, resulta que tan sólo en la representación se le da a cada uno el cuerpo como algo extenso, articulado, orgánico, no fuera ni inmediatamente en la propia conciencia. Así como las acciones del cuerpo no son más que los actos de la voluntad que se pintan en la representación, así su substracto, la figura de este cuerpo, es su imagen en conjunto; y de aquí que sea la voluntad el agens en todas las funciones orgánicas del cuerpo, así como en sus acciones extrínsecas. La verdadera fisiología, cuando se eleva, muéstranos lo espiritual del hombre (el conocimiento), como producto de lo físico de él, lo que ha demostrado cual ningún otro, Cabanis; pero la verdadera metafísica nos enseña que eso mismo físico no es más que producto o más bien manifestación de algo espiritual (la voluntad) y que la materia misma está condicionada por la representación, en la cual tan sólo existe. La percepción y el pensamiento se explicarán siempre, y cada vez mejor, por el organismo; pero jamás será explicada así la voluntad, sino que, a la inversa, es por ésta por lo que el pensamiento se explica, como lo demuestro en seguida. Establezco, pues, primeramente la voluntad, como cosa en sí, completamente originaria; en segundo lugar su mera sensibilización u objetivación el cuerpo; y en tercer término el conocimiento, como mera función de una parte del cuerpo. Esta parte misma es el querer conocer (Erkennenwollen, la voluntad de conocer) objetivado (hecho representación), en cuanto necesita la voluntad para sus fines, del conocimiento. Mas esta función condiciona, a su vez, el mundo todo, como representación y con éste al cuerpo mismo, en cuanto objeto perceptible y hasta a la materia en general, como existente no más que en la representación. Porque, en efecto, un mundo objetivo sin un sujeto en cuya conciencia exista, es, bien considerado, algo eternamente inconcebible. El conocimiento y la materia (sujeto y objeto), no son, pues, más que relativos el uno respecto al otro, formando el fenómeno. Así como queda la cuestión, como no había estado hasta hoy, merced a mi alteración fundamental.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Erasmo de Rotterdam - Elogio de la locura


Capítulo XVI
Pero ya es hora de que, a ejemplo de Homero, dejemos el cielo y
volvamos a la Tierra para ver en ella que nada hay alegre ni feliz que no se deba a mi favor. Observar primeramente con cuánta solicitud ha cuidado la naturaleza, madre y artífice del género humano, de que nunca falte en él el condimento de la estulticia.

En efecto, según la definición de los estoicos, si la sabiduría no es sino guiarse por la razón y, por el contrario, la estulticia dejarse llevar por el arbitrio de las pasiones, Júpiter, para que la vida humana no fuese irremediablemente triste y severa, nos dio más inclinación a las pasiones que a la razón, en tanta medida como lo que difiere medía onza de una libra. Además relegó a la razón a un angosto rincón de la cabeza, mientras dejaba el resto del cuerpo al imperio de los desórdenes y de dos tiranos violentísimos y contrarios: la ira, que domina en el castillo de las entrañas y hasta en el corazón, fuente de la vida; y la concupiscencia, que ejerce dilatado imperio hasta lo más bajo del pubis.

La vida que llevan corrientemente los hombres ya evidencia bastante
cuánto vale la razón contra estas dos fuerzas gemelas, pues cuando ella clama hasta enronquecer indicando el único camino lícito y dictando normas de honestidad, éstas mandan a paseo a su soberana y gritan más fuerte que ella, hasta que, cansada, cede y se rinde.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Pessoa: El libro del desasosiego.


Hay días en que cada persona que encuentro y, aún más, las personas con las que convivo cotidianamente y a la fuerza, asumen aspecto de símbolos y, o aislados o juntándose, forman una escritura profética u oculta, descriptiva en sombras de mi vida. La oficina se me vuelve una página con palabras de gente; la calle es un libro; las palabras cambiadas con los habituales, los desacostumbrados que encuentro, son decires para los que me falta el diccionario pero no del todo el entendimiento. Hablan, expresan, sin embargo no es de ellos de quien hablan, ni es a ellos a quienes expresan; son palabras, lo he dicho, y no muestran, dejan transparecer. Pero, en mi visión crepuscular, sólo vagamente distingo lo que esas vidrieras súbitas, reveladas en la superficie de las cosas, admiten del interior que velan y revelan. Entiendo sin conocimiento, como un ciego al que hablasen en colores.

Pasando a veces por la calle, oigo trozos de conversaciones íntimas, y casi todas son de la otra mujer, del otro hombre, del muchacho de la alcahueta o de la amante de aquel...

Llevo, sólo por haber oído estas sombras de discurso humano que es, a fin de cuentas, todo aquello en que se ocupan la mayoría de las vidas conscientes, un tedio de asco, una angustia de exilio entre arañas y la conciencia súbita de mi encogimiento entre la gente real; la condenación de ser vecino igual, ante el señorío y el sitio, de los otros inquilinos de la aglomeración mirando con asco, por entre las verjas traseras del almacén del entresuelo, la basura ajena que se amontona con la lluvia en el zaguán que es mi vida.

martes, 20 de diciembre de 2011

Campbell, Joseph - El héroe de las mil caras.


Se cuenta, por ejemplo, la historia del gran Minos, rey
de la isla de Creta en el período de su supremacía comercial,
que contrató al celebrado arquitecto Dédalo para que
inventara y construyera un laberinto con el objeto de esconder
en él algo de lo cual el palacio estaba al tiempo
avergonzado y temeroso. Porque en la historia figura un
monstruo, nacido a Pasifae, la reina. Se dice que el rey
Minos estaba dedicado a atender batallas importantes para
proteger las rutas comerciales; mientras tanto, Pasifae
había sido seducida por un toro magnífico, blanco como la
nieve y nacido del mar. Lo cual no era en realidad sino
lo que la madre de Minos había permitido que le sucediera
a ella: la madre de Minos era Europa y es bien
sabido que fue un toro quien la llevó a Creta. El toro había
sido el dios Zeus y el privilegiado hijo de aquella unión
era el mismo Minos, ahora respetado por todos y servido
con veneración. ¿Cómo iba a saber Pasifae que el fruto
de su propia indiscreción sería un monstruo, este hijo con
cuerpo humano pero con cabeza y rabo de toro?
La sociedad culpó gravemente a la reina, pero el rey
tenía conciencia de que parte de la culpa era suya. El toro
en cuestión había sido enviado hacía tiempo por el dios
Poseidón, cuando Minos contendía con sus hermanos por
el trono. Minos había sostenido que el trono era suyo
por derecho divino y había pedido al dios que mandara un
toro del mar, como señal, y había sellado la plegaria con
el juramento de sacrificar al animal inmediatamente, como
ofrenda y símbolo de servidumbre. El toro apareció y Minos
subió al trono; pero cuando pudo apreciar la majestad
de la bestia que se le había enviado, pensó en las ventajas
que le traería el ser dueño de tal ejemplar y decidió arriesgar
una sustitución mercantil, que supuso que el dios no
tomaría en cuenta. Por lo tanto, ofrendó en el altar de Poseidón
el mejor toro blanco que poseía y agregó el otro a
su ganado.
El imperio cretense había prosperado grandemente bajo
el sensato gobierno de este celebrado legislador y modelo
de virtudes públicas. Cnosos, la capital, se convirtió en el
centro espléndido y elegante de la más importante fuerza
comercial del mundo civilizado. Las flotas cretenses iban
a todas las islas y los puertos del Mediterráneo; las meras
caricias de Creta eran alabadas en Babilonia y en Egipto.
Los pequeños y atrevidos barcos también atravesaban las
columnas de Hércules hacia el mar abierto e iban costeando
hacia el norte para traer el oro de Irlanda y el estaño de
Cornwall,13 y también hacia el sur, rodeando el saliente del
Senegal, hacia la remota Yoruba y los distantes mercados
de marfil, oro y esclavos.14
Pero en palacio, la reina había sido inspirada por Poseidón
con una irrefrenable pasión por el toro y había logrado
que el artista de su esposo, el incomparable Dédalo, le construyera una vaca de madera que engañara al toro, en el
cual se ocultó de buena gana y el toro fue engañado. La
reina dio a luz un monstruo, el cual, al paso del tiempo,
empezó a convertirse en un peligro. Y Dédalo fue llamado
de nuevo, esta vez por el rey, para que construyera la tremenda
cárcel del laberinto, con pasajes ciegos, con el objeto
de esconder aquella cosa. Tan perfecta fue la invención que
Dédalo mismo, cuando la hubo terminado, difícilmente
pudo regresar a la entrada. Allí se encerró al Minotauro y
desde entonces fue alimentado con mancebos y doncellas
vivos, arrebatados como tributo a las naciones conquistadas
por el dominio cretense.15

lunes, 19 de diciembre de 2011

CICERÓN: FILÍPICA I



IV. Parecía que había amanecido una nueva aurora, no sólo desterrada la tiranía que nos había tenido sojuzgados, sino también el miedo de volver a ella: y dio a la república una gran prenda de que quería la libertad de la ciudad, con haber desterrado del todo el nombre de dictador, que muchas veces había sido justo, por la reciente memoria de la dictadura perpetua.

V. Pocos días después fue librado el senado del peligro de ser pasado a cuchillo y se llevó al suplicio a aquel fugitivo, que había usurpado el nombre de C. Mario. En todas estas cosas obró Antonio de acuerdo con Dolabela: otras hizo éste por sí solo, en que creo le hubiera acompañado su colega, de no estar ausente. Porque como el mal cundiese sin término, y se difundiese de día en día, quemando imágenes de César en la plaza los mismos que habían hecho aquella sepultura vacía  o sin cuerpo, y amenazando a las casas, y templos cada día mas, y más los perdidos con esclavos tan malos como ellos, fue tal el castigo que ejecutó Dolabela así en los osados y perversos esclavos, como en los impuros, y malvados ciudadanos, y tal la ruina de aquella maldita columna, que extraño cómo va tanto del tiempo siguiente a aquel día.

VI. Porque he aquí que el día primero de junio, para el que había mandado que concurriesemos, ya estaba todo mudado: nada se hacía por medio del senado: él por sí solo determinaba en muchos asuntos, y de importancia, y sin dar parte al pueblo, y contra su, voluntad. Los cónsules nombrados decían que no se atrevían a concurrir al senado: nues­tros libertadores carecían de aquella ciudad, de cuya cerviz habían quitado el yugo de la servidumbre, en medio de que mismos cónsules en las juntas del pueblo  y en todas las conversaciones los alababan. Los que se llamaban veteranos, por quienes este orden había mirado con el mayor cuidado, eran incitados no a la conservación de lo que ya tenían,  sino a nuevas esperanzas. Queriendo pues yo más oír, que ver semejantes desórdenes, teniendo facultad para ir de legado a donde quisiese, me marché, con ánimo de estar aquí para el primero de ene­ro, en que parecía que comenzaría a juntarse el senado.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Friederich Nietzsche: Así habló Zaratustra.


La canción del noctámbulo.
1
Entretanto todos, uno detrás de otro, habían ido saliendo fuera, al aire libre y a la fresca
y pensativa noche; Zaratustra mismo llevó de la mano al más feo de los hombres para
mostrarle su mundo nocturno y la gran luna redonda y las plateadas cascadas que había
junto a su caverna. Al fin se detuvieron unos junto a otros, todos ellos gente vieja, mas
con un corazón valiente y consolado, y admirados en su interior de sentirse tan bien en la
tierra; y la quietud de la noche se adentraba cada vez más en su corazón. Y de nuevo pensó
Zaratustra dentro de sí: «¡Oh, cómo me agradan ahora estos hombres superiores!» -
pero no lo expresó, pues honraba su felicidad y su silencio.
Mas entonces ocurrió la cosa más asombrosa de aquel asombroso y largo día: el más
feo de los hombres comenzó de nuevo, y por última vez, a gorgotear y a resoplar580, y
cuando consiguió hablar, una pregunta saltó, redonda y pura, de su boca, una pregunta
buena, profunda, clara, que hizo agitarse dentro del cuerpo el corazón de todos los que le
escuchaban.
«Amigos míos todos, dijo el más feo de los hombres, ¿qué os parece? Gracias a este día
- yo estoy por primera vez contento de haber vivido mi vida entera.
Y no me basta con atestiguar esto. Merece la pena vivir en la tierra: un solo día, una sola
fiesta con Zaratustra me ha enseñado a amar la tierra.
“¿Esto era - la vida?” quiero decirle yo a la muerte. `¡Bien! ¡Otra vez!581
Amigos míos, ¿qué os parece? ¿No queréis vosotros decirle a la muerte, como yo: ¿Esto
era - la vida? Gracias a Zaratustra, ¡bien! ¡Otra vez!» - -
Así habló el más feo de los hombres; y no faltaba mucho para la medianoche. ¿Y qué
creéis que ocurrió entonces? Tan pronto como los hombres superiores oyeron su pregunta
cobraron súbitamente consciencia de su transformación y curación, y de quién se la había
proporcionado: entonces se precipitaron hacia Zaratustra, dándole gracias, rindiéndole
veneración, acariciándolo, besándole las manos, cada cual a su manera propia: de modo
que unos reían, otros lloraban. El viejo adivino bailaba de placer; y aunque, según piensan
algunos narradores, entonces se hallaba lleno de dulce vino582, ciertamente se hallaba
aún más lleno de dulce vida y había alejado de sí toda fatiga. Hay incluso quienes cuentan
que el asno bailó en aquella ocasión: pues no en vano el más feo de los hombres le
había dado antes a beber vino. Esto puede ser así, o también de otra manera; y si en verdad
el asno no bailó aquella noche, ocurrieron entonces, sin embargo, prodigios mayores
y más extraños que el baile de un asno. En resumen, como dice el proverbio de Zaratustra:
«¡qué importa ello!»
2
Mas Zaratustra, mientras esto ocurría con el más feo de los hombres, estaba allí como
un borracho: su mirada se apagaba, su lengua balbucía, sus pies vacilaban. ¿Y quién adivinaría
los pensamientos que entonces cruzaban por el alma de Zaratustra? Mas fue evidente
que su espíritu se apartó de él y huyó hacia adelante y estuvo en remotas lejanías,
por así decirlo «sobre una elevada cresta, como está escrito, entre dos mares,
- entre lo pasado y lo futuro, caminando como una pesada nube»583. Poco a poco, sin
embargo, mientras los hombres superiores lo sostenían con sus brazos, volvió un poco en
sí y apartó con las manos la aglomeración de los veneradores y preocupados; mas no
habló. De repente volvió con rapidez la cabeza, pues parecía oír algo: entonces se llevó el
dedo a la boca y dijo: «¡Venid!»
Y al punto se hizo el silencio y la calma en derredor; de la profundidad, en cambio, subía
lentamente el sonido de una campana. Zaratustra se puso a escuchar, lo mismo que
los hombres superiores; luego volvió a llevarse el dedo a la boca y volvió a decir: «¡Venid!
¡Venid! ¡Se acerca la medianoche!» - y su voz estaba cambiada. Pero continuaba sin
moverse del sitio: entonces se hizo un silencio más grande y una mayor calma, y todos
escucharon, también el asno, y los dos animales heráldicos de Zaratustra, el águila y la
serpiente, y asimismo la caverna de Zaratustra y la luna redonda y fría y hasta la propia
noche. Zaratustra se llevó por tercera vez el dedo a la boca y dijo:
¡Venid!iVenid!¡Caminemos ya!Es la hora: ¡caminemos en la noche!
3
Vosotros hombres superiores, la medianoche se aproxima: ahora quiero deciros algo al
oído, como me lo dice a mí al oído esa vieja campana, -
- de modo tan íntimo, tan terrible, tan cordial como me habla a mí esa campana de medianoche,
que ha tenido mayor número de vivencias que un solo hombre:
- que ya contó los latidos de dolor del corazón de vuestros padres - ¡ay!, ¡ay!, ¡cómo
suspira!, ¡cómo ríe en sueños!, ¡la vieja, profunda, profunda medianoche!
¡Silencio! ¡Silencio! Ahora se oyen muchas cosas alas que por el día no les es lícito
hablar alto; pero ahora, en el aire fresco, cuando también el ruido de vuestros corazones
ha callado, -
- ahora hablan, ahora se dejan oír, ahora se deslizan en las almas nocturnas y desveladas:
¡ay!, ¡ay!, ¡cómo suspira!, ¡cómo ríe en sueños!
-¿no oyes cómo de manera íntima, terrible, cordial te habla a ti la vieja, profunda, profunda
medianoche!
¡Oh hombre, presta atención!584
4
¡Ay de mí! ¿Dónde se ha ido el tiempo? ¿No se ha hundido en pozos profundos? El
mundo duerme -
¡Ay! ¡Ay! El perro aúlla585, la luna brilla. Prefiero morir, morir, a deciros lo que en este
momento piensa mi corazón de medianoche.
Ya he muerto. Todo ha terminado. Araña, ¿por qué tejes tu tela a mi alrededor? ¿Quieres
sangre? ¡Ay! ¡Ay!, el rocío cae, la hora llega -
- la hora en que tirito y me hielo, la hora que pregunta y pregunta y pregunta: «¿Quién
tiene corazón suficiente para esto?
- ¿quién debe ser señor de la tierra? El que quiera decir: ¡así debéis correr vosotras, corrientes
grandes y pequeñas!»
- la hora se acerca: oh hombre, tú hombre superior, ¡presta atención!, este discurso es
para oídos delicados, para tus oídos - ¿qué dice la profunda medianoche?
5
Algo me arrastra, mi alma baila. ¡Obra del día! ¡Obra del día! ¿Quién debe ser señor de
la tierra?
La luna es fría, el viento calla. ¡Ay! ¡Ay! ¿Habéis volado ya bastante alto? Habéis bailado:
pero una pierna no es un ala.
Vosotros bailarines buenos, todo placer ha acabado ahora, el vino se ha convertido en
heces, todas las copas se han vuelto blandas, los sepulcros balbucean.
No habéis volado bastante alto: ahora los sepulcros balbucean: «¡redimid a los muertos!
¿Por qué dura tanto la noche? ¿No nos vuelve ebrios la luna?» ,
Vosotros hombres superiores, ¡redimid los sepulcros, despertad a los cadáveres! Ay,
¿por qué el gusano continúa royendo? Se acerca, se acerca la hora, -
- retumba la campana, continúa chirriando el corazón, sigue royendo el gusano de la
madera, el gusano del corazón ¡Ay! ¡Ay! ¡El mundo es profundo!
6
¡Dulce lira! ¡Dulce lira! ¡Yo alabo tu sonido, tu ebrio sonido de sapo! - ¡desde cuánto
tiempo, desde qué lejos viene hasta mí tu sonido, desde lejos, desde los estanques del
amor!
¡Vieja campana, dulce lira! Todo dolor te ha desgarrado el corazón, el dolor del padre,
el dolor de los padres, el dolor de los abuelos, tu discurso está ya maduro, -
- maduro como áureo otoño y áurea tarde, como mi corazón de eremita - ahora hablas:
también el mundo se ha vuelto maduro, el racimo negrea,
- ahora quiere morir, morir de felicidad. Vosotros hombres superiores, ¿no oléis algo?
Misteriosamente gotea hacia arriba un aroma,
- un perfume y aroma de eternidad, un rosáceo, oscuro aroma, como de vino áureo, de
vieja felicidad,
- de ebria felicidad de morir a medianoche, que canta: ¡el mundo es profundo,y más
profundo de lo que el día ha pensado!
7
¡Déjame! ¡Déjame! Yo soy demasiado puro para ti. ¡No me toques!586 ¿No se ha vuelto
perfecto en este instante mi mundo?
Mi piel es demasiado pura para tus manos. ¡Déjame, tú día estúpido, grosero, torpe!
¿No es más luminosa la medianoche?
Los más puros deben ser señores de la tierra, los más desconocidos, los más fuertes, las
almas de medianoche, que son más luminosas y profundas que todo día.
Oh día, ¿andas a tientas detrás de mí? ¿Extiendes a tientas tu mano hacia mi felicidad?
¿Soy yo para ti rico, solitario, un tesoro escondido, un depósito de oro?
Oh mundo, ¿me quieres a mí? ¿Soy para ti mundano? ¿Soy para ti espiritual? ¿Soy para
ti divino? Pero, día y mundo, vosotros sois demasiado torpes, -
- tened manos más inteligentes, tendedlas hacia una felicidad más profunda, hacia una
infelicidad más profunda, tendedlas hacia algún dios, no hacia mí:
- mi infelicidad, mi felicidad son profundas, oh día extraño, pero yo no soy un Dios, un
infierno divino: profundo es su dolor.
8
¡El dolor de Dios es más profundo, oh mundo extraño! ¡Tiende tus manos hacia el dolor
de Dios, no hacia mí! ¡Qué soy yo! ¡Una dulce lira ebria, -
una lira de medianoche, una campana-sapo que nadie entiende, pero que tiene que
hablar delante de sordos, oh hombres superiores! ¡Pues vosotros no me comprendéis!
¡Todo acabó! ¡Todo acabó! ¡Oh juventud! ¡Oh mediodía! ¡Oh tarde! Ahora han venido
el atardecer y la noche y la medianoche, - el perro aúlla, el viento:
- ¿no es el viento un perro? Gimotea, gañe, aúlla. ¡Ay!, ¡ay!, ¡cómo suspira!, ¡cómo ríe,
cómo resuella y jadea la medianoche!
¡Cómo habla sobria en este momento, esa ebria poetisa!, ¿acaso ha ahogado en más vino
su embriaguez?, ¿se ha vuelto superdespierta?, ¿rumia?
- su dolor es lo que ella rumia, en sueños, la vieja y profunda medianoche, y, aún más,
su placer. El placer, en efecto, aunque el dolor sea profundo: el placer es aún más profundo
que el sufrimiento.
9
¡Tú vid! ¿Por qué me alabas? ¡Yo te corté, sin embargo! Yo soy cruel, tú sangras: -
¿qué quiere esa alabanza tuya de mi crueldad ebria?
«Lo que llegó a ser perfecto, todo lo maduro - ¡quiere morir!», así hablas tú. ¡Bendita,
bendita sea la podadera del viñador!587 Mas todo lo inmaduro quiere vivir: ¡ay!
El dolor dice: «¡Pasa! ¡Fuera tú, dolor!» Mas todo lo que sufre quiere vivir, para volverse
maduro y alegre y anhelante,
- anhelante de cosas más lejanas, más elevadas, más luminosas. «Yo quiero herederos,
así dice todo lo que sufre, yo quiero hijos, no me quiero a mí», -
mas el placer no quiere herederos, ni hijos, - el placer se quiere a sí mismo, quiere eternidad,
quiere retorno, quiere todo-idéntico-a-sí-mismo-eternamente.
El dolor dice: «¡Rómpete, sangra, corazón! ¡Camina, pier
na! ¡Ala, vuela! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Dolor!» ¡Bien! ¡Adelante! Oh viejo corazón mío: el
dolor dice: «¡pasa!»
10
Vosotros hombres superiores, ¿qué os parece? ¿Soy yo un adivino? ¿Un soñador? ¿Un
borracho? ¿Un intérprete de sueños? ¿Una campana de medianoche?
¿Una gota de rocío? ¿Un vapor y perfume de la eternidad? ¿No lo oís? ¿No lo oléis? En
este instante se ha vuelto perfecto mi mundo, la medianoche es también mediodía, -
el dolor es también placer, la maldición es también bendición, la noche es también sol, -
idos o aprenderéis: un sabio es también un necio.
¿Habéis dicho sí alguna vez a un solo placer? Oh amigos míos, entonces dijisteis sí
también a todo dolor. Todas las cosas están encadenadas, trabadas, enamoradas, -
-¿habéis querido en alguna ocasión dos veces una sola vez, habéis dicho en alguna ocasión
«¡tú me agradas, felicidad! ¡Sus! ¡Instante!»588 ¡Entonces quisisteis que todo vuelva!
- todo de nuevo, todo eterno, todo encadenado, trabado, enamorado, oh, entonces amasteis
el mundo, -
- vosotros eternos, amadlo eternamente y para siempre: y también al dolor decidle: ¡pasa,
pero vuelve! Pues todo placer quiere - ¡eternidad!
11
Todo placer quiere la eternidad de todas las cosas, quiere miel, quiere heces, quiere
medianoche ebria, quiere sepulcros, quiere consuelo de lágrimas sobre los sepulcros,
quiere dorada luz de atardecer -
- ¡qué no quiere el placer!, es más sediento, más cordial,
más hambriento, más terrible, más misterioso que todo sufrimiento, se quiere a sí mismo,
muerde el cebo de mismo, la voluntad de anillo lucha en él, -
- quiere amor, quiere odio, es sumamente rico, regala, disipa, mendiga que uno lo tome,
da gracias al que lo toma, quisiera incluso ser odiado, -
- es tan rico el placer, que tiene sed de dolor, de infierno, de odio, de oprobio, de lo lisiado,
de mundo, - pues este mundo, ¡oh, vosotros lo conocéis bien!
Vosotros hombres superiores, de vosotros siente anhelo el placer, el indómito, bienaventurado,
- ¡de vuestro dolor, oh fracasados! De lo fracasado siente anhelo todo placer
eterno.
Pues todo placer se quiere a sí mismo, ¡por eso quiere también sufrimiento! ¡Oh felicidad,
oh dolor! ¡Oh, rómpete, corazón! Vosotros hombres superiores, aprendedlo, el placer
quiere eternidad,
- el placer quiere eternidad de todas las cosas, ¡quiere profunda, profunda eternidad!
12
¿Habéis aprendido mi canción? ¿Habéis adivinado lo que quiere decir? ¡Bien! ¡Adelante!
Vosotros hombres superiores, ¡cantadme ahora, pues, mi canto de ronda!
¡Cantadme ahora vosotros la canción cuyo título es Otra vez, cuyo sentido es «¡Por toda
la eternidad!», cantadme vosotros, hombres superiores, el canto de ronda de Zaratustra!
¡Oh hombre! ¡Presta atención!
¿Qué dice la profunda medianoche?
«Yo dormía, dormía, -
De un profundo soñar me he despertado: -
El mundo es profundo,
Y más profundo de lo que el día ha pensado.
Profundo es su dolor. -
El placer - es aún más profundo que el sufrimiento:
El dolor dice: ¡Pasa!
Mas todo placer quiere eternidad -,
-¡Quiere profunda, profunda eternidad!»