jueves, 29 de diciembre de 2011

La caza del carnero salvaje



Ella tenía veintiún años, un bonito cuerpo, esbeltísimo, y un par de 
orejas tan admirablemente formadas que resultaban encantadoras. Trabajaba a ratos como correctora de pruebas de imprenta, al servicio de una pequeña editorial; también como modelo de publicidad, especializada en anuncios en que intervinieran orejas, y, por último, como «acompañante» al servicio de una agencia muy discreta que proporcionaba compañía, previo encargo por teléfono, a caballeros distinguidos. Cuál de esos tres oficios constituía su ocupación principal, era un problema para mí irresoluble. Tampoco ella lo tenía claro.
Sin embargo, considerando el asunto desde el punto de vista de cuál de
aquellos oficios reflejaba mejor su personalidad, todo apuntaba a su trabajo como modelo publicitaria especializada en orejas. Ésa era mi impresión, y, lo que es más importante, también ella lo creía así. Sin embargo, el abanico de posibilidades que se ofrece a una modelo publicitaria de orejas es muy reducido, y tanto su posición en el escalafón de las modelos como sus emolumentos eran terriblemente bajos. En general, los agentes de publicidad, fotógrafos, maquilladores, periodistas, etcétera, la trataban como una simple poseedora de orejas. En consecuencia, el resto de su cuerpo, así como su espíritu, eran olímpicamente ignorados; se diría que era víctima de una conspiración de silencio.

—No importa, porque todo eso nada tiene que ver con mi verdadera personalidad —decía ella—. Mis orejas son mi yo, y yo soy mis orejas. En sus facetas de correctora de pruebas de imprenta y de chica acompañante de caballeros opulentos nunca consentía, aunque fuese por un instante, en enseñar sus orejas a nadie.
—¡Ni pensarlo!: es que entonces yo no soy yo —afirmaba a modo de explicación.

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