En casa no teníamos ni tocadiscos ni discos. Mis padres no eran del tipo de personas al que le entusiasmase escuchar música. Así que yo siempre estaba en mi habitación pegado a una pequeña radio AM de plástico escuchando música. Rock and roll y cosas así. Sin embargo, no tardó en gustarme también la música clásica ligera que oía en casa de Shimamoto. Aquellas melodías me hablaban de «otro mundo», y lo que me atraía de aquel «otro mundo» era, quizá, que Shimamoto pertenecía a él. Así, dos veces por semana, nos sentábamos en el
sofá y, mientras saboreábamos el té que nos había traído su madre, pasábamos la tarde escuchando las oberturas de Rossini, la Pastoral de Beethoven y Peer Gynt. Su madre siempre me acogía complacida. Se alegraba de que, después de cambiar de escuela, su hija hubiera hecho amigos tan pronto. Yo era, además, un niño muy formal e iba siempre correctamente vestido: eso debía de agradarle. No obstante, a decir verdad, ella a mí no me gustaba demasiado. No es que hubiera una razón concreta. Siempre era amable conmigo. Pero en su manera de hablar percibía una ligera irritación que me inquietaba.
De toda la colección de discos, mi preferido era el de los conciertos de piano de Liszt. El primero en una cara, el segundo en la otra. Las razones por las que me gustaba eran dos: que la funda del disco era preciosa; y que no conocía a nadie —exceptuando, por supuesto, a Shimamoto— que hubiera escuchado esos conciertos. Esto me producía una auténtica emoción. Yo conocía un mundo que los demás ignoraban. Sólo a mí me estaba permitido el acceso a un jardín secreto. Para mí, escuchar a Liszt representaba acceder a un plano superior de la existencia humana. Además era una música muy bella. Al principio, la encontraba exagerada, artificiosa y me sonaba un poco inconexa.
Pero conforme la iba escuchando empezó a adquirir cohesión dentro de mi conciencia, al igual que va definiéndose poco a poco una imagen borrosa. Cuando escuchaba concentrado y con los ojos cerrados, podía ver cómo, del eco de esa música, nacían diversas espirales. Surgía una espiral y, de esa espiral, surgía otra distinta. Y la segunda espiral se entrelazaba con una tercera. Y esas espirales, vistas por supuesto con los ojos del presente, poseían una cualidad conceptual y abstracta. Lo que yo deseaba, más que nada en el mundo, era poder hablarle a Shimamoto de la existencia de esas espirales. Pero no era algo que pudiera contarse a otra persona con las palabras que yo usaba por entonces.
Para expresarme con propiedad hubiera necesitado un lenguaje muy distinto, desconocido. Y ni siquiera sabía si lo que sentía era digno de ser expresado con palabras.
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