Presto divisa allí el Arcángel a los compañeros de su ruina envueltos entre las
olas y torbellinos de una tempestad de fuego. Revolcábase también a su lado uno
que era el más poderoso y criminal después de él, conocido mucho más tarde en
Palestina con el nombre de Belcebú. El gran Enemigo en el cielo, rompiendo el
hosco silencio, con arrogantes palabras comenzó a decir:
«Si tú eres aquel... pero ¡oh! ¡cuán abatido, cuán otro del que adornado de brillo
deslumbrador en los felices reinos de la luz, sobrepujaba en esplendidez a
millones de espíritus refulgentes...! Si tú eres aquel a quien una mutua alianza, un
mismo pensamiento y resolución, e igual esperanza y audacia para la gloriosa
empresa, unieron en otro tiempo conmigo como nos une ahora una misma ruina...
mira desde qué altura y en qué abismo hemos caído por ser El mucho más
prepotente con sus rayos. Pero, ¿quien había conocido hasta entonces la fuerza
de sus terribles armas? Y a pesar de ellas a pesar de cuanto el Vencedor en su
potente cólera pueda hacer aún contra mí, ni me arrepiento, ni he decaído, bien
que menguada exteriormente mi brillantez, del firme ánimo, del desdén supremo
propios del que ve su mérito vilipendiado y que me impulsaron a luchar contra el
Omnipotente, llevando a la furiosa contienda innumerables fuerzas de espíritus
armados, que osaron despreciar su dominación. Ellos me prefirieron oponiendo a
su poder supremo otro contrario; y venidos a dudosa batalla en las llanuras del
cielo, hicieron vacilar su trono.
«¿Qué importa perder el campo donde lidiamos? No se ha perdido todo. Con esta
voluntad inflexible, este deseo de venganza, mi odio inmortal y un valor que no ha
de someterse ni ceder jamás ¿cómo he de tenerme por subyugado? Ni su cólera
ni su fuerza me arrebatarán nunca esta gloria: humillarme y pedir gracia doblada
la rodilla y acatar un poder cuyo ascendiente ha puesto en duda, poco ha, mi
terrible brazo. Y pues según ley del destino no pueden perecer la fuerza de los
dioses ni la sustancia empírea, y por la experiencia de este gran acontecimiento
vemos que nuestras armas no son peores, y que en previsión hemos ganado
mucho, podremos resolvernos a empeñar con más esperanza de éxito, por la
astucia o por la fuerza, una guerra eterna e irreconciliable contra nuestro gran
enemigo triunfante ahora, y que en el colmo de su júbilo impera como absoluto
ejerciendo en el cielo su tiranía.»
Así habló el Ángel apóstata, aunque acongojado por el dolor; así se jactaba en
alta voz, más poseído de una desesperación profunda; y de este modo le contestó
enseguida su arrogante compañero: «¡Oh príncipe! ¡Oh caudillo de tantos tronos,
que bajo tu enseña condujiste a la guerra a los serafines en orden de batalla, y
que mostrando tu valor en terribles trances pusiste en peligro al Rey perpetuo del
cielo, contrastando su soberano poder, débase éste a la fuerza, al acaso o al
destino! Harto bien veo y maldigo el fatal suceso de una triste y vergonzosa
derrota que nos arrebató el cielo. Todo este poderoso ejército se halla en la más
horrible postración, y destruido hasta el punto que pueden estarlo los dioses y las
divinas esencias, pues el pensamiento y el espíritu permanecen invencibles y el
vigor se restaura pronto, por más que esté amortiguada nuestra gloria y que
nuestra dichosa condición haya venido al más miserable estado.
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