La memoria es algo extraño. Mientras estuve allí, apenas presté atención
al paisaje. No me pareció
que tuviera nada de particular y jamás
hubiera sospechado que, dieciocho años
después, me acordaría de él hasta en sus pequeños detalles. A decir
verdad, en aquella época
a mí me importaba
muy poco el paisaje. Pensaba en mí,
pensaba en la hermosa mujer que caminaba a mi lado, pensaba en ella y en mí, y luego volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en
que, mirara lo que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo que pensase, al
final, como un bumerán,
todo volvía al
mismo punto de partida: yo. Además,
estaba enamorado, y aquel amor me había
conducido a una situación
extremadamente complicada. No, no estaba en disposición de admirar el paisaje que me rodeaba.
Sin embargo, ahora la primera imagen que se perfila en mi
memoria es la de aquel prado. El olor de la hierba, el viento gélido, las crestas de las
montañas, el
ladrido de un perro. Esto es lo primero que recuerdo. Con tanta nitidez que
tengo la impresión
de que, si alargara la mano, podría
ubicarlos, uno tras otro, con la punta del dedo. Pero este paisaje está desierto. No hay nadie.
No está Naoko, ni
estoy yo. «¿Adonde
hemos ido?»,
pienso. «¿Cómo ha podido ocurrir una
cosa así? Todo lo
que parecía tener más valor —ella, mi yo de
entonces, nuestro mundo— ¿adonde
ha ido a parar?».
Lo cierto es que ya no recuerdo el rostro de Naoko. Conservo un decorado sin
personajes.
Aunque, si me tomo el tiempo suficiente, puedo revivir su imagen. Sus manos pequeñas y frías, su pelo liso, tan
bonito y agradable al tacto; los lóbulos
de sus orejas, suaves y carnosos, y el lunar que tenía debajo; el elegante abrigo de piel de camello que
solía llevar en
invierno; su costumbre de mirar fijamente a los ojos cuando hacía una pregunta; el
ligero temblor que, por una u otra razón,
vibraba en su voz (como si estuviera hablando en lo alto de una colina barrida
por un fuerte viento). Al sobreponer estas imágenes, su rostro emerge de repente. Primero se
dibuja su perfil. Tal vez porque Naoko y yo solíamos andar el uno al lado del otro. Por eso el
perfil es lo que primero emerge en mi recuerdo. Después ella se vuelve hacia mí, me sonríe,
ladea la cabeza, me habla y me mira fijamente a los ojos. Tal vez esperaba ver
en ellos el rastro de un pececillo que cruzaba, veloz como una centella, el
fondo de un manantial de aguas cristalinas.
Me lleva tiempo evocar su rostro. Y conforme vayan pasando los
años, más tiempo me llevará. Es triste, pero
cierto. Al principio era capaz de recordarla en cinco segundos, luego éstos se convirtieron en
diez, en treinta segundos, en un minuto. El tiempo fue alargándose paulatinamente,
igual que las sombras en el crepúsculo.
Puede que pronto su rostro desaparezca absorbido por las tinieblas de la noche.
Sí, es cierto. Mi
memoria se está
distanciando del lugar donde se hallaba Naoko. De la misma forma que se está distanciando del lugar
donde estaba mi yo de entonces. Sólo
el paisaje, aquella imagen del prado en octubre, vuelve una y otra vez a mi
mente como la escena simbólica
de una película.
Aquel paisaje sigue sacudiendo, pertinaz, una parte de mi cabeza. «¡Vamos! ¡Arriba! ¡Aún estoy aquí!
¡Arriba! ¡Levántate y comprende! ¿Cuál es la razón de que todavía esté aquí?» No siento dolor. Únicamente el sonido hueco que acompaña cada patada. Pero
también este eco se
apagará algún día. Como se ha ido
borrando, inexorablemente, lo demás.
Con todo, a bordo de aquel avión
en el aeropuerto de Hamburgo, la sacudida fue más fuerte, más
prolongada que de costumbre.
«¡Arriba!
¡Comprende!», decía. Por eso ahora estoy
escribiendo. Soy de ese tipo de personas que no acaba de comprender las cosas
hasta que las pone por escrito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario