miércoles, 14 de diciembre de 2011

Henry James: Otra vuelta de tuerca.


Le cogí de la mano sin decir una palabra y lo llevé, a través de espacios oscuros, hasta la escalera, donde Quint lo había buscado con tanta insistencia, a lo largo del pasillo donde yo había escuchado y temblado, hasta llegar a su propia habitación. 
Durante el trayecto, ni un sonido había pasado entre nosotros, y yo me preguntaba —¡oh, cómo me lo preguntaba!— si su pequeño cerebro estaría rumiando algo plausible y no demasiado grotesco. Aquel asunto pondría a prueba su inventiva, ciertamente, y yo sentía esa vez, a cuenta de sus dificultades, una extraña sensación de triunfo. Había caído en una especie de trampa y en adelante no podría fingir inocencia con tanto éxito. ¡Santo cielo!, ¿cómo iba a salir de aquello? Al mismo tiempo me pregunté, apasionadamente, cómo iba yo misma a salir de todo. Por fin, me tendría que enfrentar con todos los riesgos inherentes a la terrible situación. Recuerdo que entramos en su pequeño dormitorio, donde la cama estaba completamente sin deshacer y bañada por la luz de la luna; había tal claridad, que no consideré necesario encender una luz. Recuerdo que repentinamente me dejé caer en el borde de la cama, agobiada por la idea de que él debía de saber hasta qué grado me tenía en sus manos. Podría hacer de mí cuanto quisiera, auxiliado por su asombrosa inteligencia, siempre y cuando yo continuara oponiéndome a la vieja tradición de crímenes impuesta por aquellos guardianes de la infancia que dominaban a mis niños a través de la superstición y el miedo. En efecto, me tenía en sus manos, ya que ¿quién iba a absolverme, quién consentiría en que yo saliera sin castigo, si ante la más ligera insinuación, era la primera en introducir en nuestras perfectas relaciones elementos tan horribles? No, no, fue inútil intentar hacérselo entender a la señora Grose, de la misma manera que es imposible expresar aquí lo mucho que, en nuestro breve y severo encuentro en la oscuridad, despertó mi admiración. Por supuesto, me comporté bondadosa y misericordiosamente; nunca, nunca hasta entonces había colocado yo en sus pequeños hombros manos tan tiernas como las que, sentados en la cama y frente al fuego de una chimenea, le puse. 
—Debes decirme ahora toda la verdad. ¿Para qué saliste? ¿Qué hacías en el jardín? 
Puedo ver todavía su maravillosa sonrisa, el blanco de sus hermosos ojos y el fulgor de sus pequeños dientes, brillando para mí en la penumbra. 
—¿Podrá comprenderlo si se lo digo? 
Ante esas palabras, sentí que el corazón me saltaba hasta la garganta. ¿Me diría la verdad? No encontré en mis labios ningún sonido para apremiarle, y me limité a contestarle con una vaga y repetida mueca afirmativa. Miles era la buena educación personificada, y mientras yo movía la cabeza, en señal de asentimiento, él parecía más que nunca un pequeño príncipe. Y fue su brillantez lo que me dio un poco de confianza. ¿Se hubiera mostrado tan desenvuelto en el caso de contarme, en efecto, toda la verdad? 
—Bueno —concluyó—, el caso es que bajé para que usted hiciera precisamente lo que hizo. 

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